El proceso encaminado a reconciliar el énfasis de los griegos en la razón con el que ponían los
romanos en las emociones religiosas de las enseñanzas de Cristo y los apóstoles se concretó en
los escritos de san Agustín de Hipona. Éste desarrolló un sistema de pensamiento que, a través de
sucesivas rectificaciones y elaboraciones, se convirtió al fin en la doctrina del cristianismo de
aquella época. En gran parte debido a su influencia, el pensamiento cristiano fue platónico hasta el
siglo XIII, punto en que la filosofía aristotélica se hizo dominante. San Agustín afirmaba que la fe
religiosa y el entendimiento filosófico obran como complementarios en lugar de ser opuestos y que
se debe “creer para comprender y comprender para creer”. Al igual que los neoplatónicos,
consideraba el alma una forma más elevada de la existencia que el cuerpo y mantuvo que el
conocimiento consiste en la contemplación de las ideas que han sido depuradas tanto de
sensaciones como de imágenes.
La filosofía platónica se unió al concepto cristiano de un Dios personal que había creado el mundo
y predestinado su evolución, y a la doctrina de la caída de la humanidad que requería la divina
encarnación en Cristo. San Agustín intentó aportar soluciones racionales a los problemas del libre
albedrío y la predestinación, la existencia del mal en un mundo creado por un dios omnipresente y
todopoderoso, y la naturaleza atribuida a Dios en la doctrina de la Santísima Trinidad.
La única gran aportación a la filosofía occidental en los tres siglos posteriores a la muerte de san
Agustín fue la del estadista romano del siglo VI Boecio, que reavivó el interés por el pensamiento
griego y romano, en especial por la lógica y metafísica aristotélicas. En el siglo IX el monje irlandés
Juan Escoto Eriúgena expuso una interpretación panteísta del cristianismo, identificando la
Trinidad divina con lo Uno, el logos y el Alma universal del neoplatonismo, y mantuvo que tanto la
fe como la razón son necesarias para alcanzar la unión extática con Dios.
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